La belleza desoladora que exuda ‘Songs of a Lost World‘ supone la pieza maestra final del legado de The Cure. Un disco de una crudeza existencial aterradora, terrible y gloriosa.
Es maravilloso ver a un artista sacarse las entrañas. Desnudar el alma, aunque suena a frase manida. Que conectemos con sentimientos universales desde su experiencia propia y muy personal, algo que suena a milagro. Robert Smith lo ha logrado muchas veces durante su larga y respetadísima carrera con The Cure. Sus descensos varios a los infiernos, su decepción existencial, sus muchas frustraciones y crisis de edad han fructificado en algunos de los mejores discos de los últimos 45 años en la historia de la música. Pero, paradójicamente, Robert Smith y The Cure se han ido transformando gracias a su tremendo directo en iconos reverenciados pero de los que no cabía esperar nada más nuevo, sólo gloriosos, eso sí, ejercicios de nostalgia. Remasters, recopilatorios, giras de grandes éxitos exitosas. Como bromeaba Joaquín Reyes en su parodia sobre Smith, “¿Veis eso que se aleja? Es mi talento…”.
Parecía que la fuente tenía telarañas pero no, aún quedaba talento, a espuertas. Muchos de sus fans habían perdido la esperanza y la cuestión ‘del nuevo disco de The Cure’ sonaba casi a chiste en el mundillo musical. Una especie de ‘Chinese Democracy’ en versión gótica, ese mal apelativo que persigue injustamente al grupo y a su tan particular frontman. Algo que se dilataba porque nunca iba a suceder. Pues bien, dieciséis años después del fallido ‘4:13 Dream’, hay nuevo disco, existe, y no es uno más. Es un trayecto emocional desgarrador.
En ‘Songs of a Lost World’ Robert Smith se saca las entrañas, se desnuda el alma y conecta con sentimientos universales desde su prisma más íntimo y personal. La pérdida (en los últimos años sufrió las de sus dos padres y su hermano), la vejez (acaba de cumplir los 65), las dudas sobre a qué agarrarse cuando casi todo lo que quieres desaparece. “Cuando no queda nada, salvo la fe”, cantaba Smith en ‘Faith’ (1980). Aquello era angustia juvenil, ahora habla el dolor de la madurez. Si Nick Cave reflexiona sobre dioses salvajes, Robert Smith nos recuerda que estamos solos.
Era necesario. El motor creativo de Robert Smith siempre ha estado en el conflicto interno. Su versión ‘happy’ colocó a The Cure en el circuito comercial, despachó algunos himnos puramente pop que siguen vigentes y aligera la intensidad emotiva de sus conciertos, pero nunca entra en el terreno de la maestría pura y dura. Esa le queda reservada a sus guitarras melancólicas y sus letras devastadas y devastadoras. Las hay a tutiplén en ‘Songs of a Lost World’ y suenan reales y profundas como no lo hacían desde el todavía infravalorado ‘Bloodflowers’ (2000). El propio artista ha dado las claves. Dice que sabe a ciencia cierta si tiene un disco entre manos si ha dado con una canción para el inicio y otra para el final. El alfa y el omega. En SOALW, ‘Alone‘ y ‘Endsong’ son la brújula para un mapa de ocho canciones que salvo ese apéndice extraño que supone ‘Drone:NoDrone’ (pareciera sacada de ‘4:13 Dream’) te conduce por un camino en el que la belleza y la desolación van de la mano. En ‘And Nothing is Forever’ se reviste con un piano y una melodía deliciosa una despedida, de un ser querido, del mundo que ya no volverá, que sobrecoge. ‘A Fragile Thing’ es la clásica canción de amor inevitablemente triste y ensoñadora marca de la casa, pero ahora sí inspirada. De las que a The Cure se le caían de los bolsillos a finales de los ochenta. Choca ‘Warsong’, con aires a ‘Kyoto Song’ (1985) y una guitarra de Reeves Gabriels retorcida, quizá una buena muestra de por donde podría haber ido (y mucho mejor) la encarnación de The Cure en 2004 que echó por tierra el infame productor Ross Robinson.
El corte que mejor recoge todo el concepto musical y espiritual del disco es ‘I Can Never Say Goodbye’. Una clásica intro cureniana de dos minutos y veinticinco segundos que ponen la piel de gallina y que Robert Smith recoge para exorcizar en forma de canción el fallecimiento de su hermano. Si ‘All I Ever Am’ es una especie de autoconfesión ante el espejo, que ahora refleja los surcos de lo vivido y de lo que quedó por hacer, ‘Endsong’ puede ser por desgracia lo que su nombre indica, el final. La llegada al páramo más frío y vacío. Una catedral sonora de diez minutos, con una batería imponente de Jason Cooper, teclas fantasmales de Roger O’Donnell y una melodía en las cinco cuerdas de Robert Smith que se clava. Es, directamente, una de las canciones más duras de la historia de The Cure. De un preciosismo tenebrista, impenitente, no deja el más mínimo resquicio a la esperanza. “Todo se ha ido”, insiste por tres veces Smith, “no queda nada de lo que amé…”. Escalofriante.
Los problemas para encontrar letras, para hallar la inspiración pura, para estar a la altura de su vasto legado, han terminado. Si ‘Songs of a Lost World’ es el epitafio discográfico de The Cure, sólo queda darte las gracias por este increíble viaje, Robert Smith.
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